Y Manolo nos salvó a todos
Ocurrió hace no mucho, a mediados de septiembre de 2019, durante aquel terrible temporal que arrasó el sur de la provincia de Alicante y parte de Murcia, entre muchos otros lugares. En un lugar de la Vega Baja, de cuyo nombre no quiero acordarme, uno de los puentes que cruzaba el río Segura había comenzado a agrietarse peligrosamente, y un buen trozo del muro de contención del lado norte del río había saltado por los aires a causa de la enorme presión que ejercía el cauce de éste. Un implacable y descomunal torrente de agua se cernía ahora sobre el pueblo más próximo, inundándolo por minutos y destrozando todo a su paso.
Sobre el viejo y destruído puente se había reunido una gran muchedumbre; vecinos y gentes de pueblos cercanos a los que la fortuna había dejado en la zona seca, o al menos, en la zona que no se estaba inundando tanto. Muchos de aquellos intrépidos paisanos se habían acercado hasta allí para comprobar con sus propios ojos lo que acababan de ver en sus teléfonos móviles. Había de todo, desde viejos jubilados que opinaban acerca de la estructura del puente y adolescentes que se hacían fotos con el agua a las rodillas, hasta niños y niñas subidos a hombros de sus papás. La gente se acercaba hasta allí dispuesta a vivir una aventura en familia, como si de un parque temático se tratase. Sin embargo, al otro lado del río la cosa era otro cantar, y en torno al desprendimiento del muro, una larga fila de camiones trabajaba a contrarreloj. Cargados de arena y rocas, los remolques de éstos descargaban estruendosamente sus cargas cerca de la rotura, y con cada descarga el gentío de este lado del puente estallaba en una nueva sucesión de aplausos, vítores y voces de ánimo. Y fue entonces, entre todo aquel barullo, entre todo aquel espectáculo, cuando le vi. Justo allí, junto al enorme torrente de agua, en el centro de todas aquellas tensas y expectantes miradas de la muchedumbre, en medio de aquella gran conmoción, situado al mando de un viejo y oxidado tractor con pala, estaba Manolo.
Manolo debía de cargar con unos sesenta años ya a sus espaldas. Las arrugas de su cara más bien parecían grietas, y su piel, curtida y tostada por el sol, reflejaba una vida entera de trabajos tan duros como aquel. Con un cigarrillo arrugado en los labios y los ojos entrecerrados a causa del humo, Manolo manejaba aquella máquina con una tranquilidad y maestría pasmosas. Tras cada descarga, giraba rápidamente, se acercaba hasta la montonera de arena y rocas a cargar de nuevo la pala, volvía a girar, y se dirigía hasta el peligroso borde de tierra desmoronada que quedaba junto al torrente de agua para descargar allí todo el contenido. Los camiones dejaban sus cargas mucho más atrás, donde no había peligro, pero Manolo no. Manolo era quien se la jugaba de verdad, pues él era quien debía descargar aquellos pedruscos en el mismísimo torrente de agua. Aquel hombre llegaba a alcanzar tales grados de verticalidad con el tractor, que la muchedumbre, al verle, aguantaba la respiración durante segundos, atenta, y tan solo volvía a respirar cuando Manolo retrocedía y aquel enorme trasto con ruedas volvía a alcanzar una posición horizontal.
A ambos lados del río comenzaron a aparecer un montón de tipos vestidos de traje y corbata cargados con maletines y carpetas. Los había llevado hasta allí la policía. Los tipos se estrechaban las manos los unos a los otros y se dedicaban a tomar fotos del lugar, a señalar ciertas partes del río y a tomar notas con rostro grave y solemne. También había varios helicópteros que sobrevolaban la zona todo el tiempo, y se había corrido la voz de que en uno de ellos iba el mismísimo presidente del gobierno, Pedro Sánchez, supongo que también muy rodeado de tipos serios de traje y corbata. En aquel lugar había de todo: policía, arquitectos, ingenieros de obras públicas, alcaldes, concejales, diputados, presidentes del gobierno en helicóptero, pero allí el único que hacía algo para arreglar aquel desastre era Manolo.
De repente, en uno de aquellos incontables trayectos entre el montículo de piedras y el desprendimiento del muro, el tractor se detuvo a mitad de camino y Manolo, con mucho aplomo, sacó un cigarrillo, se lo colocó en los labios, sacó medio cuerpo de aquel trasto y le pidió un mechero a uno de los policías que pasaba por allí. Cada cosa a su tiempo, parecía querer decir. En todos los trabajos se fuma. El fin del mundo podía esperar. Aquel hombre no tenía prisa alguna, no parecía asustado ante el peligro de su cometido ni mostraba un solo signo de preocupación en su rostro. Para él tan solo era un día más en la oficina. El estoicismo puro y duro se había manifestado ante todos nosotros a través de aquel hombre. Finalmente, cuando Manolo por fin se disponía a reanudar su labor de salvar a la humanidad, comenzó a sonarle el teléfono móvil. Vaya por Dios, qué inoportuno, parecía pensar. Le costó contestar a la llamada, pues con aquellos dedos gordos como rábanos le resultaba casi imposible apretar la tecla adecuada de aquel dichoso teléfono.
—¡Dime, Mari Carmen! —Comenzó a decir a gritos— ¡Dime! ¡Sí, te oigo! ¿Que pase a por tomates para la ensalada? ¡No sé si llevo suelto! ¡Espera, sí que llevo! ¡Vale! ¿Hay cerveza al fresco? ¡Venga, vale! ¡Y yo! ¡Hasta ahora! ¡Hasta ahora!
Qué lata. Uno tenía que salvar al mundo y además la parienta le pedía que antes de regresar a casa pasara a comprar tomates para la ensalada. En fin, qué se le iba a hacer. Así de dura era la vida de Manolo. Así que, ante la perplejidad de todos, aquel hombre volvió a guardar el teléfono en su raído y mugriento pantalón y continuó con su epopeya.
Al poco rato la policía comenzó a desalojar el puente porque corría peligro de derrumbarse, y todos nos marchamos de allí cabizbajos, tristes y disgustados por no haber podido seguir contemplando a aquel hombre, a aquel héroe silencioso al cual su sencillez y su sentido del deber le hacían mantenerse allí, estoico, cumpliendo con labor. Arriesgando la vida en cada descarga frente al desprendimiento del muro. Ajeno a todo aquello que no tuviera que ver con su trabajo. A Manolo no le importaban los helicópteros, la policía, Pedro Sánchez, aquellos tipos vestidos de traje y corbata ni la madre que los parió a todos. Ni siquiera había reparado en todo eso, pues lo único que parecía importarle en la vida a aquel veterano tractorista, era ganar un sueldo con el que poder pagar el carajillo, el tabaco, la copa de menta de por las mañanas, y llevar algo suelto encima por si hiciese falta pasar a comprar tomates para la ensalada.
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