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Un dilema ético


Era una tarde de finales de mayo, y en el aulario uno de la universidad hacía un calor sofocante. Alrededor de una treintena de alumnos de tercer curso, cada uno de su padre y de su madre, nos aglomerábamos en torno a la gran mesa del profesor. Se trataba de un seminario práctico de tres horas, en las que, como siempre, alumnos y alumnas de la más variada opinión y procedencia deberíamos arrimar el codo para llevar a cabo la tarea que éste nos encomendara y marcharnos pronto a casa. El hombre que ocupaba el asiento del profesor era un tipo viejo, de mirada cansada y canas en la barba que, durante la mayor parte de su vida, había formado parte de un Comité de Ética Hospitalaria. Trabajo chungo, había dicho. Muy chungo.

El tipo iba siempre bien vestido. En aquella ocasión: camisa blanca con pantalón de pinza y chaqueta azul marino, corbata granate y zapatos marrones relucientes. Decía que era su manera de mostrarle respeto a la vida.

—Veréis, mis jóvenes aprendices —dijo—. Como hoy es viernes, y hasta yo tengo ganas de irme a casa a descansar un par de días con mi mujer, esta vez no haremos ningún trabajo grupal. Hoy debatiremos acerca de un dilema ético, el cual os propondré a continuación—. Tras escuchar esto, varias compañeras emitieron un largo y placentero suspiro. Aquello tenía buena pinta: íbamos a pegarnos las últimas tres horas de la tarde del viernes charlando y debatiendo entre nosotros. Aquel tipo me caía especialmente bien.

La asignatura en cuestión había sido denominada Ética en los Cuidados, y tenía como objetivo primordial el enseñar a los futuros enfermeritos y enfermeritas a ser buenas personas y a comportarse de una manera ética con los enfermos. Clases de moral, dicho en corto. Las cuales, por cierto, le venían muy bien a más de uno.

—Bien. Empiezo —comenzó a decir—. Imaginad que, Dios os libre, formáis parte de un comité de ética hospitalaria, y que tenéis ante vosotros un enorme dilema ético, el cual debéis resolver junto al resto de vuestros compañeros.

A lo largo del aula comenzaron a escucharse sonidos de papel y boli.

—Cinco enfermos ingresados en el servicio de cardiología —comenzó a decir el profesor—, requieren de un trasplante de corazón urgente, pues sus vidas corren un grave peligro si no se les realiza cuanto antes. Uno de los pacientes es un prestigioso médico. Otro, un investigador de renombre, el cual está a punto de hallar una cura contra el cáncer. El tercer enfermo es una niña de ocho años, hija única. El cuarto, un reconocido físico teórico que prepara un viaje espacial que puede ser crucial respecto al futuro de la humanidad. Y el último es un drogadicto. Un yonqui, para que nos entendamos.

Varios estudiantes anotaban con presteza aquello que nuestro profesor iba dictando. Otros, sin embargo, se limitaban simplemente a escuchar, y sobre sus mesas no había más que un pequeño vaso de café todavía humeante.

—Bien. El dilema viene ahora —dijo—. Y es que resulta que en el banco de órganos no existe más que un corazón disponible para trasplante. Así que, —dijo finalmente nuestro profesor—, ¿a cuál de estos cinco enfermos le daríais el corazón?

Un enorme griterío se formó al instante en aula, pues cada uno de los estudiantes vociferaba su opinión en voz alta, creyéndose portador de la razón más absoluta y la moral más correcta e imperturbable.

—¡Pues está claro! —gritó uno—. ¡Al investigador contra el cáncer! ¡Se trata del bien común!

—Así es —convino otro.

—¡De eso nada! —chilló una muchacha—. ¡La cura contra el cáncer se descubrirá tarde o temprano igualmente! Hay que dárselo al astronauta ese. Que de seguro nos aportará mucho más conocimiento respecto al futuro de la humanidad. ¡Quién sabe si viajaremos al espacio en unos pocos años gracias a él!

—¡Pues por esa regla de tres, —intervino otra—, las investigaciones de dicho físico teórico las puede seguir llevando a cabo cualquier otro científico cuando éste la palme! Yo le entregaría el corazón al médico de prestigio. Ese tipo se dedica a curar gente a día de hoy, y no está en mitad de ningún proceso de investigación. ¿Verdad profesor?

—A mí no habéis de preguntarme, pues siempre haré de abogado del diablo —contestó el profesor. Parecía divertirse con todo aquello: observando tranquilamente como sus alumnos discutían los unos con los otros. Se trataba de una paradoja ética, y por tanto nunca tendría una solución correcta ni incorrecta, sino que más bien, todas las opciones eran ambas cosas al mismo tiempo.

—¿Y los niños? —dijo un tipo haciéndose el gracioso—. ¿Es que nadie va a pensar en los niños?

Aquello arrancó una carcajada general que rebajó un poco la tensión en el aula.

—Eso mismo iba a decir yo —comentó una mujer reanudando el debate—. Esa pobre niña de ocho años tiene toda una vida por delante. ¿Cómo podéis dudarlo siquiera?

—¡Chorradas! —dijo el que había hablado primero—. Debemos pensar en el bien común. El corazón debe ser para el investigador contra el cáncer.

Aquella acalorada discusión —acalorada en sentido literal y figurado—, no cesó en ningún momento. A cada una de las opciones cargadas de fundamentos nobles que uno exponía, otro las rebatía con fundamentos igual de lícitos y morales.

De quien nadie hablaba era del yonqui. El pobre yonqui estaba visto para sentencia. Que fuera drogadicto parecía afectar gravemente a la opinión general, y nadie se refirió a él durante todo el debate, salvo para gastar una broma macabra, diciendo que habría que darle el corazón a él para que siguiera chutándose, pues era el único que parecía saber disfrutar de la vida.

La discusión continuó durante todo el seminario, pero en ningún momento se alcanzó ningún acuerdo. La gran mayoría de los allí presentes seguía manteniendo firme su fallo, y su candidato al corazón no había variado a pesar de las continuas razones que daban los demás. Llegó la hora de marcharnos a casa, y todos comenzamos a recoger nuestras cosas bajo la desazón de no haber podido llegar a ningún acuerdo común, de no haber sabido dar entre todos una solución al problema.

Nuestro profesor se encontraba ahora de pie junto a su mesa, guardando en su pequeño maletín de cuero oscuro unos papeles. Tras cerrarlo con deliberado cuidado, lo agarró y se encaminó hacia la puerta, pero antes de que éste saliera alguien lo interpeló.

—¿Y usted, profesor? —preguntó alguien—. ¿A quién le entregaría usted el corazón? Anda, mójese.

El profesor se giró lentamente y paseó sobre nosotros aquella mirada triste y cansada que tantas injusticias parecía haber presenciado, y tras esbozar una ligera sonrisa cargada de tristeza, dijo con voz solemne:

—Pues yo le daría el corazón a la niña. Porque sí. Y que le den por culo al médico, al yonqui, al investigador y al astronauta.


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